sábado, 19 de septiembre de 2020

 LA HISTORIA DE MI CHANCHITO .

No recuerdo qué nombre le pusimos a un chanchito moribundo,era uno de los algunos que su obesa madre había parido. Sin querer y por torpeza, presumo yo sin saberlo, se recostó sobre él y lo dejó boquiabierto y, en realidad, mal herido.

Pasó esto en Santa Rosa, un pueblo de pescadores muy cercano a mi Salinas. El dueño de la marrana, pues no he de llamarla puerca a la madre del chanchito que ha ocasionado esta historia, a ruego de mis miradas compungidas que a la vez eran locuaces, me permitió sin dar nada, a Roberto retirase del resto de la camada.

La verdad bien no recuerdo si le pusimos Roberto, José, Vicente o Alberto, al chanchito que obsequiado quedó bajo mi cuidado.

Me lo llevé con ternura, le compré una mamadera, le di en ella leche cruda para que bien se pusiera. No demostró apetencia, señal de malos augurios que demandó mi paciencia.

Y toda la muchachada de Salinas, enterada de su penosa agonía, se volteó en su defensa. Todos cuidarlo querían. Sentados en la vereda de mi Salinera casa, desde la tarde a la noche, envueltito en su frazada, aún de esperanza en derroche y por momentos escasa, Robertito se moría.

Amaneció el otro día. Robertito respiraba, reunidos con alegría en la vereda de ayer, formados en cofradía, hasta canciones de cuna le pudimos ofrecer.

En tan corta juventud, el mayor tendría unos doce, afloraron sentimientos que sin exagerar diría que percibiendo el lamento de tan sentido solloce, a una monjita impoluta, llamada María Teresa, no en Salinas, sí en Calcuta, se hubiera echado a llorar de tristeza y alegría.

Comenzaba a obscurecer, ya la tarde se nos iba. Robertito no aguantó, fue muy largo su letargo, fue mucho lo que sufrió. En cajita de zapatos, como su lecho postrero, a la playa lo llevamos, con la cabeza agachada, la pena nos inundaba, hicimos un hoyo acorde y en silencio pregonero del sentimiento que arrasa, le dimos su adiós austero y cada cual a su casa.

Jaime Vernaza.